
Este castillo ruinoso puede resultar una óptima alegoría de nuestras fortalezas anímicas, amigos: las ruinas nos permiten reedificarnos para tornarnos más aptos a nuestro presente.
¡Buenos días, cuidadores!
Aquí estoy de nuevo, un poco alborotada. Podría decirse que, en estos momentos, mi vida está bastante patas arriba… literalmente. Y les cuento por qué.
Verán ustedes: desde hacía días, algo no iba bien en nuestro piso y ducharse resultaba cada vez un acto más traumático (¡ja,ja,ja! aviso: tengo la exageración desatada). Sí, en serio lo digo. Al final, de hecho, la cuestión no era tan estúpida: fallaban las tuberías, ¡era hora de cambiarlas! Y, de paso, reformar los baños de la vivienda. Total: un mes de obras y reformas 😦 .
Así que desde hace días nuestra casa se ha convertido en una zona de obras (acorde con la vida personal de una cuidadora de un enfermo con Alzheimer, ¿no les parece? 😉 ), con todo lo que ello conlleva, y no tanto por la incomodidad que me genera a mí, sino sobre todo por la falta de comprensión y el exceso de inestabilidad que le puede causar a mi hermano. A fin de cuentas, ¿qué puede haber peor para una persona con esta demencia que ver trastocada su rutina diaria por la falta de ducha y aseo diario y un constante ruido de golpes y destrozos a cada cual más estridente 😦 .
OBRAS EN LA CASA Y ENFERMEDAD DE ALZHEIMER: ¡UN CÓCTEL PELIGROSO!
Puede parecer que vuelvo a exagerar otra vez, amigos, pero siento que éste es un nuevo desafío para mí como cuidadora: ¡sosegar a la fiera que lleva mi hermano! (y, de paso, aguantar golpes y estruendos de ruinas que se caen…). Pero qué duda cabe que un entorno en obras debe ser nefasto para una persona con esta dolencia, porque, ya se sabe, la rutina es fundamental para ellos. Imagino que un hogar en obras ha de ser poco menos que frustrante, como si su casa se convirtiese en un lugar alterado y desconocido, con demasiados cambios…
Y hablando de cambios, los cambios de humor tan propios de los enfermos de Alzheimer, vuelven a ser el pan nuestro de cada día en estos ruinosos momentos… ¡No les quiero ni contar!
¡Con lo feliz y agradecida que estaba yo en las últimas semanas por lo apaciguado que estaba mi hermano! Y es que desde que en el mes de junio comenzó su nuevo tratamiento de medicación con la toma memantina, parecía que a nivel conductual le producía un efecto muy relajante; si bien, la contraparte, el temido efecto secundario, era un mayor entorpecimiento motriz y un mayor déficit de atención. No obstante, una nunca sabe si estos síntomas son producto de un tratamiento farmacológico o simplemente son propios de la enfermedad progresiva. En cualquier caso, es tan limitado el abanico de fármacos para combatir el mal de Alzheimer, que no hay mucho donde elegir, hay que agarrarse a lo que hay y alabar las fortalezas que tienen y no las debilidades que causan, ¡sino esto sería un sinvivir continuo!
En todo caso, mi opción ante esta circunstancia es dejar que todo fluya… implorando bajito que la reforma se termine lo antes posible. Y mientras dura, voy apagando los fuegos leoninos (sí, mi hermano es un Leo de pura cepa) según se vayan presentando. Lo cierto es que, no se trata ya de estar viviendo una zona de obras en mi casa lo que me agobia, me estresa y me hace estar en estado de alarma, no… Más bien es la incertidumbre de cómo va a responder mi familiar con Alzheimer a cada nueva experiencia que se presenta; hasta qué punto le puede afectar negativamente y cuántos problemas va a darme a mí como cuidadora. ¡Demasiada ansiedad anticipada, la mía, ¿verdad?! No sé porque siempre tiendo a ponerme en lo peor…
INYECTÁNDONOS UNA BUENA DOSIS DE TOLERANCIA A LA FRUSTRACIÓN
Pero, a pesar de toda la inestabilidad emocional que pueda causarme este tipo de situaciones, me quedo con lo bueno que me proporciona: la oportunidad de trabajar y reforzar mi capacidad de resiliencia, de aguante y mis habilidades resolutivas. ¡Amén de ejercitar mi tolerancia a las frustraciones cotidianas!
Porque, ¿acaso no les parece que los cuidadores de enfermos de Alzheimer deberíamos tener una tolerancia a la frustración a prueba de bombas? Oh, sí. Esa es una de las destrezas fundamentales que nos exige nuestra labor: ser capaces de afrontar los problemas y limitaciones que nos encontramos a lo largo de la vida cotidiana, a pesar las molestias o incomodidades que nos causan.
Y es que, como cuidadores, es imprescindible que tengamos la capacidad de ser flexibles, comprensivos y adaptarnos, cual camaleones ^^, a las necesidades y los tiempos de nuestros enfermos. Es quizás uno de los principios fundamentales de nuestra tarea.
De lo cual se deduce que dominando este sentimiento, ¡¡seremos capaces de dominar el mundo!! (¡¿A que suena fantástico dicho así?! ^^). Bueno, tal vez no sea para tanto, pero sí es verdad que al ejercitar nuestra tolerancia a la frustración, al no tomarnos todo a pecho y como si fuese un atentado hacia nuestro sistema nervioso, podremos gozar de un mayor bienestar en nuestra vida. Nos sentiríamos más conscientes, objetivos y hasta confiados con nuestra capacidades de salir adelante y no perderíamos tanto tiempo en amargarnos y quejarnos de nuestros ¿problemas?
Para mí, por tanto, la tolerancia a la frustración es una manera práctica de aplicar un cierto relativismo existencial a aquéllo que me pasa, pues, me permite racionalizar mis preocupaciones y ver hasta qué punto realmente son problemas o circunstancias aciagas, y hasta qué punto son situaciones o sucesos que ocurren para nuestro bien; aunque mi dramatismo se empeñe en impedirme percibirlo como algo no tan malo. Pero, amigos míos, ¡aprender a discriminar objetivamente todo lo que nos pasa es una forma de curarnos en salud! 🙂
Toda experiencia, sea ésta buena o no tan buena, es una habilidad ganada que servirá para capacitarme aún más como cuidadora (y como persona) e incrementar mi sentido de adaptación, tan sumamente importante cuando se convive con una persona con Alzheimer, ¿no creen?
Mientras los martillazos, los escombros y el polvo campa a su anchas por mi casa, aprovecho para sacar adelante algunos asuntos pendientes que tengo por ahí y que puedo resolver cómodamente sin moverme de mi hogar. En este sentido, el hecho de estar atada de pies, por tener que supeditar las obras, no me impiden trabajar con mis manos y mi mente. De hecho, es el motivo perfecto para ponerme con esos cursos y esas intenciones laborales que siempre voy posponiendo para otro día «en que esté mejor» (el mítico hábito de dejarlo todo para ese mañana que nunca llega, ¡ja ja, ja!). ¡Y ese es, pues, mi mayor remedio contra el aburrimiento en estos momentos! Es una pena que el pobre de mi familiar con Alzheimer no pueda decir lo mismo…
Pero, a decir verdad, lo genial de haber pasado por tantas jornadas de obras y reformas domésticas es que, una vez terminadas, dispondremos de una vivienda más adaptada a las necesidades de mi hermano, o de cualquier otra persona que tenga sus facultades físicas disminuidas. Lo cual no sólo repercutirá en la comodidad del enfermo, sino también en mis labores diarias como cuidadora.
¡Benditas odiosas obras! ^^