¡Muy buenos días, cuidadores!
¡Me late mucho encontrarnos de nuevo en este espacio tan nuestro para tomarnos un tiempo aparte en el cual reflexionar sobre nuestra vivencia como cuidadores 🙂 !
En esta ocasión me gustaría plantearles una cuestión psicológica y emocional que creo necesario que tratemos aquí, ya que su entendimiento y asunción nos puede mover hacia adelante. Se trata de darnos el derecho a transformarnos, a dejar morir una etapa en la que fuimos un tipo de personas para dejar paso a un nuevo estado personal, más acorde con la realidad que vivimos como cuidadores, o simplemente como familiares de un individuo con una enferma degenerativa.
Y este tema se inspira en comentarios que me llegan de otros cuidadores que me confiesan lo mal que llevan su labor de lazarillos de sus familiares con demencia, destacando lo difícil que les resulta enfrentarse al nuevo estado de indefensión, de pasividad o de extrañeza que muestran los enfermos, cuando antaño eran ellos quienes los cuidaban, llevaban el peso de la unidad familiar o con su presencia reforzaban las relaciones naturales de padre/madre-hijos, hermanos-hermanas, esposos-esposas, etc.
Me refiero a esos comentarios tan afligidos que emiten muchos cuidadores como: «me duele tanto ver que mi madre, que era una mujer tan fuerte y luchadora, ahora tiene que depender absolutamente de los demás»; « mi padre, que era tan independiente ahora está imposibilitado/a y yo debo hacerle todo»; «teníamos tantos planes de futuro con mi pareja, hacíamos tantas cosas juntos, y ahora ya ni siquiera me reconoce como su compañera/o (esposa/o)».
Estas palabras, al margen de mucho pesar por el destino que atraviesan sus seres queridos, esconden un gran problema psicológico en la persona cuidadora que los catapulta irremediablemente a la tristeza infinita y a la frustración perenne: que siguen anclado al pasado y no han elaborado todavía el duelo ineludible que requieren este tipo de experiencia tan traumáticas e impactantes.
Por eso, amigos, quiero que hagamos entre todos un ejercicio de honestidad e introspección individual y admitamos la importancia de darnos el derecho, sino obligarnos, a pasar por una muerte simbólica de nuestro yo pasado. Ese yo que antes se reconocía como hijo/a, como hermano/a, como pareja de, pero que, dadas las circunstancias, ahora debe afrontar una experiencia lastimosa de orfandad, viudedad o fraternidad figurativa, para actualizarse y encarar la realidad con mayor realismo (valga la redundancia ^^).
Porque he tenido que vivir esta experiencia en dos ocasiones en mi no tan larga vida, sé que no es nada agradable hablar de eso, y mucho menos de vivenciarlo. La muerte sea del tipo que sea, sigue siendo un tema tabú en nuestra sociedad, algo que asociamos al miedo, a lo que escapa de nuestro control. Pero la muerte psicológica también implica transformación, evolución y la oportunidad de sentirnos vulnerables, y con ello, más humanos que nunca.
LA MUERTE SIMBÓLICA: EL FIN DE UNA ETAPA DE NUESTRA VIDA PARA DEJAR PASO A OTRA QUE COMIENZA
Así, partiendo de esta sensación de vulnerabilidad es cuando nos damos el chance de pararnos a sentir y a reflexionar sobre lo que implica vivir al lado de un enfermo crónico y dependiente, y entendemos que si nos sentimos estancados en la vida, sin ilusiones que nos empujen a ir hacia arriba y soportando la frustración y la rabia que provoca el tener que ser cuidadores es porque aún no hemos dado el paso crucial de vivir el duelo que nos toca sí o sí. Nos estamos debiendo un réquiem por nosotros mismos.
En este punto, les voy a echar un cuento… mi propio cuento: durante los primeros años que vi a mi madre padeciendo su enfermedad de Alzheimer, no entendía exactamente qué estaba pasando, qué tipo de dolencia sufría, por qué se comportaba de forma tan errática y ya no ejercía su papel de madre amorosa y protectora conmigo. Claro que estar yo en plena edad del pavo tampoco me predisponía a un mayor entendimiento… Pero el caso es que, un día, cuando yo ya había cumplido los 16 años y tuve que ocupar el papel de cuidadora principal durante unos meses, al fin tuve ese momento de lucidez donde, como dicen mis amigos mexicanos, me cayó el veinte (¡ja, ja! me encanta esta expresión^^). Por fin me di cuenta que nuestros roles habían cambiado, que mi mamá era una criatura que estaba bajo mi cuidado y que yo debía comportarme como su madre y darle toda la atención y protección que requería.
Y ello me llevo a reconciliarme con la situación que nos rodeaba, a aceptar cuáles eran mis responsabilidades y que mi papel en su vida tenía una importancia primordial. Fue un momento espiritual de dejar morir mi rol de hija para permitir que renaciera una Sabrina más madura y con la clara misión de ser la madre de mi madre. Y ese fue un punto de inflexión en nuestra relación, ya que me llevó a entender más su padecimiento y a comprometerme en ayudarla en su proceso de persona enferma. Y les aseguro que guardo unos recuerdos hermosos y divertidos de esa época en la que ella me compartía sus chácharas ininteligibles (debido a su avanzada afasia) o jugábamos con su peluches preferidos.
Este cambio de esquema mental fue clave a la hora de vivir con cierta normalidad mi papel de cuidadora. Sin embargo, fíjense que tuve un descuido enorme: asumí mi rol de madre de mi madre, pero no pasé por el duelo de haberme quedado sin madre.
Pasarían muchos años hasta que me reconociera huérfana de madre de forma consciente. Y esta no actualización de mi rol familiar causó ciertas anomalías en mi vida adulta, como actuar constantemente con energía masculina (hacer, hacer, hacer todo el tiempo), encorsetando mi parte femenina (mi sensibilidad, la expresión de mis emociones); me hizo ser una persona excesivamente independiente y resolutiva, pero me cohibió mi capacidad de pedir ayuda o dejar que otros me ayuden; me hizo muy responsable y comprometida, pero mi inhibió mi capacidad de saber divertirme más y conectar con mi niño interno. Y por eso mis relaciones de pareja fueron tan… deficitarias (pero bueno, eso es otro cantar… no vamos a entrar en ello ¡ja, ja!)
En la actualidad, he tenido que enfrentarme a un proceso de transformación interna o muerte simbólica con mi papel de hermana. Yo soy la menor de dos hermanos, pero desde que mi hermano padece Alzheimer, no sólo he debido desempeñar el papel de cuidadora de él, sino que también debo hacerme cargo de atender las necesidades de mi padre y de mi abuela, que ya son personas mayores (tienen 72 y 88 años, respectivamente). Tanta carga de responsabilidades domésticas me tenían abrumada, me asfixiaba. Últimamente sentía que mi libertad estaba supeditada a las obligaciones familiares y no entendía porqué de repente tenía que cargar yo con todo…
Hasta que un día, hace menos de un año, y escuchando una canción del cantautor italiano Rino Gaetano titulada «Mio fratello é figlio unico» («Mi hermano es hijo único») caí en cuenta de que yo también me había convertido en hija única, a pesar de tener un hermano. Y si bien esa certeza interna me lleno de tristeza, procesé el luto, y llegué al punto de aceptar mi nueva condición familiar. Y no es que desde entonces me sienta feliz y dichosa de mi suerte, ¡para nada!; pero sí me ha ayudado a reconciliarme con mi nueva realidad, aceptar de mejor grado mis responsabilidades y ser consciente de que ya no puedo contar con el apoyo de mi hermano para repartirnos esas tareas.
Lo que intento decirles con estos ejemplos de mi vida personal, amigos, es que todo cuidador de un familiar enfermo crónico tiene que pasar tarde o temprano por estas muertes psicológicas para adaptarse a la realidad, con el fin de salir de ella lo más airosos posible y alcanzar un cierto bienestar emocional, lo cual obtendremos toda vez que seamos compasivos con nuestros procesos y los de los demás, adquiramos una mentalidad más flexible y abierta a los cambios que se van dando en la vida familiar y aceptemos que las cosas ya no son como antes.
CÓMO NOS PODEMOS AYUDAR EN MOMENTOS DE GRANDES CAMBIOS
Seamos honestos, amigos: ser cuidador puede ser una experiencia durísima. Enfrentarnos a la cruda realidad de que somos seres muy frágiles y que ante determinadas enfermedades no tenemos nada que hacer, nos puede golpear el alma de tal modo que el trauma que nos genere puede dejar heridas psicológicas y emocionales de por vida. Pero ahí es donde entra en juego el inmenso poder que tiene nuestra actitud, nuestra inteligencia emocional y nuestra capacidad de adaptación.
Tener el coraje de afrontar los cambios desde la raíz de los mismos supone atravesar el proceso de dejar morir simbólicamente una etapa de nuestra vida para permitir que renazca una nueva.
Lo sé… para eso es necesario darnos la oportunidad de sentirnos vulnerables y al mismo tiempo reunir fuerzas para no dejarnos vencer por la desolación y la depresión. Un equilibrio un poco-bastante complicado de conseguir… ¡pero no imposible! El secreto está en realizar los cambios oportunos cuanto antes 😉 .
Por lo demás, la urgencia de elaborar estos cambios profundos viene dada por la razón de que es un buen modo de combatir el estrés, el agotamiento emocional y hasta los estados depresivos.
«El cambio se da cuando el dolor de permanecer igual es más grande que el dolor de iniciar el cambio» Mia Pineda
Pasar por una muerte simbólica significa entender que ya no podemos volver a los viejos tiempos, a los patrones que antes nos servían, ni a un estado anterior. Elaborar un ritual de duelo por ese yo que fuimos y por las relaciones que antes manteníamos con nuestro enfermo es necesario para asumir esa pérdida y cerrar ciclos.
Cuando aparecen cambios drásticos que afectan a nuestras rutinas o a las estructuras básicas de nuestra vida, y que además vienen impuestos desde afuera, es preciso interiorizarlos, emularlos en nuestro mundo psicológico, porque eso nos ayuda a asumirlos; es decir, nos ayuda a reconciliarnos con la realidad que estamos viviendo en el momento presente.
Al mismo tiempo, vivir el presente de forma consciente (tal como les comenté en otra entrada de este blog) nos libera de andar en piloto automático y de esas guerras internas que anidan en nuestro ser motivadas por el hecho de aferrarnos a un pasado que ya no existe y que anhelamos que regrese para que todo vuelva a ser como antes, y lidiar con un presente que nos desconcierta, que nos resistimos a aceptar porque impone un desapego a lo que nos era familiar y habitual.
Pero seamos realistas: sabemos que nada va a ser así nunca más, que el pasado ya no va a volver, y cuanto más nos obstinamos en añorarlo más vamos a sufrir. La nostalgia es una enorme fuente de dolor e ira que nos estanca, nos anestesia y nos impide ir hacia adelante (¡Hola DEPRESIÓN!)
Cuando somos cuidadores, una de las primeras cosas que debemos trabajar es obligarnos a vivir el presente, y con ello actualizar nuestra dirección de vida. Saber dónde estamos parados y cuál es desde ahora el papel que ocupamos en el tablero familiar. Entender que la relación que teníamos con la persona a quien cuidamos ya no es la misma que era cuando estaba sana resulta fundamental. Y exige un cambio en quien la cuida.
Se trata, por tanto, de aceptar que un período llegó a su final y debe ser superado desde el agradecimiento sincero por todos los momentos vividos, y dejar paso a una nueva etapa vital que debemos tener la valentía y el compromiso de recibir con la mejor de las sonrisas, y diciendo adiós a los viejos apegos y a las expectativas basadas en un pasado que nos desconecta de la realidad.
Y así, teniendo la certeza de que una etapa de nuestra existencia ha finalizado para siempre caemos en una claridad mental y una paz interior que nos va a llevar a crear una estabilidad nueva construida sobre la base de la realidad que experimentamos y en quiénes somos ahora.
Pero, ¿saben una cosa? el aceptar nuestra vida actual nos da la oportunidad de revisar (y actualizar) nuestros deseos y propósitos, nos permite discernir el valor de nuestra presencia en nuestro núcleo familiar y especialmente en la vida de nuestro familiar enfermo. Y nos enseña que tenemos el poder de trabajar (y modelar) las situaciones que vivimos, concentrándonos en lo que de verdad es importante para darnos esa estabilidad emocional que merecemos.
Y es que sí, amigos míos, tenemos unas reservas de fuerza interna que sólo llegamos a conocer en los momentos más críticos. Y cuando la sacamos a la luz, cuando tenemos la valentía de pasar por una transformación personal necesaria, es cuando nos damos cuenta de cuán poderosos somos y de que poseemos la capacidad de ser alquimistas de nuestras propias vidas, al ser capaces de convertir los momentos más oscuros y confusos, en luz, en soluciones, en certezas. Y de esta forma, no solo iluminamos nuestro propio camino, sino también arrojamos luz a quienes están a nuestro alrededor y quizás no disponen de la fortaleza suficiente o la posibilidad de renacer de sus propias cenizas, como es el caso de nuestros familiares enfermos. Y eso es lo que nos convierte en un milagro 🙂
Espero que esta reflexión haya sido de utilidad para ustedes, cuidadores, y que les anime a iniciar los cambios que necesiten para actualizar su vida y mejorar su bienestar.
Por cierto, ¿cuál es su historia? ¿cómo les obligó a transformarse la enfermedad de sus familiares? Es bueno que compartan sus vivencias con otros cuidadores, porque eso ayudará a naturalizar estos procesos de cambios profundos y del ejemplo de cada uno de ustedes aprendemos todos 🙂 .
¡Un abrazo enorme, cuidadores!